Mandó llamar la Emperatriz a la mujer del mesonero.
Esta se apresuró en terminar de instalar en la habitación al ya dormido D. Jaime ayudada por Raudo y su fiel amigo Veloz, y una vez acomodado se prestó a los servicios solicitados por la emperatriz.
Tras quedarse solas, se fundieron en un abrazo emotivo e interminable. Raudo alcanzó a ver tras una de las rendijas de la puerta, como sentadas sobre la cama conversaban en voz muy baja, impidiendo al rufián valerse de sus secretos.
No había duda, ambas mujeres se conocían antes del encuentro. El asombroso parecido físico, los modales tan parejos y la demostración de algo más que amistad durante su encuentro, podían interpretarse como que aquellas damas guardaban un secreto que solo ellas conocían y no estaban, de momento, por la labor de compartirlo con el resto de huéspedes.
El único que podría sospechar algo era El Duque Empalmado, pero sus intereses navegaban por otros cauces mucho más provechosos para su economía que para sus fantasías lujuriosas.
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